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EL PROBLEMA POSTMODERNO.

Posted by on 23 de marzo de 2018

     La Postmodernidad es una mala gripe que tenemos que pasar. La tradición marxista, en la que me enmarco, reconoce sus raíces en la Modernidad y por tanto asume que los valores ilustrados (aunque reactualizados) siguen vigentes en la actualidad. En este sentido, para el pensamiento marxista y para todas aquellas tradiciones de origen moderno, la Postmodernidad no deja de ser una anécdota (de fatales consecuencias, eso sí) que debemos asumir y superar para seguir navegando, quizá sin rumbo definido, por las aguas brumosas de la Razón. No se trata de una posición negacionista, no niego la existencia de la Postmodernidad, en absoluto, esta existe y los desafíos, inquietudes e incógnitas que nos plantea debemos asumirlas y darles respuesta. Lo que sostengo es que la Postmodernidad no tiene estatus o entidad suficiente como para anular la vigencia de los principios modernos. Por eso, insisto, la Postmodernidad es una gripe (anemia, si lo prefieren) que nos debemos curar para volver a la senda de la Razón. Obviamente no se trata de una labor sencilla, y en ningún caso  podremos volver a concepciones tan ingenuas como las de Hegel o Kant, pero el camino es aquel y debemos retomarlo.

     Decía Dostoievski, a través de las palabras de uno de los hermanos Karamázov, que si Dios no existe, todo está permitido. El novelista ruso tiene razón y ese es el eje del problema postmoderno. Dios existió durante milenios, pero ahora está muerto, como anunció Nietzsche hace más de cien años, y por tanto tenemos que asumir la tarea de darle sentido al mundo sin él. Mientras no clarifiquemos unas nuevas reglas, unos nuevos referentes; mientras no establezcamos unos nuevos criterios éticos, estéticos, ontológicos y gnoseológicos que vengan a sustituir a los establecidos por la divinidad, todo estará permitido. Ese es el problema y el desafío de nuestros días. Immanuel Kant pasó a la historia como el primer pensador en filosofar usando exclusivamente los límites de la Razón, pero el análisis riguroso que ofrece el tiempo nos permite determinar que eso no fue exactamente así y que la Razón con pretensiones universales y objetivas, que se deduce que la Crítica Razón Pura, aunque supone un importante avance discursivo frente a Hume o Descartes, sigue conteniendo “trazas” de Dios. La Postmodernidad, en este sentido, es un problema (sí, lo es) pero también la oportunidad de elaborar un pensamiento propiamente humano, racional y laico.

     ¿Pero qué es y dónde surge el pensamiento postmoderno? Es precisamente Nietzsche el ideólogo más original y el pensador más profundo de la Postmodernidad, y aunque “el filósofo del Anticristo” no utilizó nunca este término (no estaba en su espíritu sentar cátedra ni crear escuela), sí que introdujo los conceptos discursivos esenciales para que ya durante el siglo XX la Postmodernidad se convirtiera en un pensamiento articulado. Nietzsche sostiene que la muerte de Dios provoca que éste sea el tiempo del nihilismo: que en su sentido más radical, y dramático, es la ausencia de reglas, de verdad y la imposibilidad de cualquier conocimiento objetivo; “No existen hechos, sólo interpretaciones”, llegaría a escribir el autor de Así Habló Zaratustra. El nihilismo como pensamiento eje tiene dos consecuencias que inevitablemente debemos asumir y tratar de dar respuesta; a saber: el escepticismo y el relativismo. Se trata de dos actitudes conectadas, pero diferentes y que pueden observarse de manera conjunta o no. La ausencia de sentido, de valores, el todo vale, que anuncia el nihilismo, puede ocasionar una melancolía escéptica, con todo lo grave que la melancolía desmedida provoca; o un amoral relativismo que impida a las sociedades actuales determinar dónde está lo correcto y dónde no. En realidad, Nietzsche sirvió de catalizador de una sensación que llevaba tiempo flotando en el ambiente. Como todos los grandes pensadores de la historia, no fundó ningún contexto cultural nuevo, sino que lo descubrió. En realidad, la Postmodernidad comenzó a cuajar, muy lentamente, cuando las promesas de la Revolución Francesa de igualdad, libertad y fraternidad comenzaron a quedarse en el papel mojado. La Revolución Bolchevique de 1917 recobró el impulso ilustrado y los grandes objetivos de los revolucionarios franceses, pero, obviamente, desde el poder y las capas más reaccionarias de la sociedad prefirieron alimentar el escepticismo y la apatía postmoderna antes de asumir unos valores e ideales contrarios a sus intereses de clase. Y esto sigue siendo así en la segunda década del siglo XXI.  Es decir, la Modernidad y la Ilustración basan su nacimiento y su existencia en profundos criterios revolucionarios.

     Este es el estado de la situación. Negar la Postmodernidad porque no nos gusten sus implicaciones ideológicas (y aunque reconozcamos su peligrosa influencia reaccionaria para con los valores que defienden una humanidad más justa) es poco riguroso. Sería como negar la existencia de los quinientos años de Escolástica porque no estemos de acuerdo con la cristianización de la filosofía griega. Es decir, la Postmodernidad es un hecho y la tarea del pensamiento actual es dar respuesta a las dificultades que ésta plantea. Como decía al principio, creo que el objetivo es recobrar la senda inicial, la de la Modernidad, la iniciada por Kant y Hegel, asumiendo las críticas de Nietzsche y de los postmodernos del siglo XX, pero siempre con el afán de recuperar a la Razón y esta vez sin “prejuicios” trascendentales ni divinos.

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