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EL PESIMISMO DE JULIETTE BINOCHE Y LA CONSTITUCIÓN AFECTIVA DE LA EXISTENCIA

Posted by on 11 de agosto de 2017

     Una de las expresiones cotidianas que más me desconcierta es esa que equipara el realismo al pesimismo. Ya sabéis, esa frase que dicen los pesimistas para escudarse en su visión gris de la existencia. La manida expresión “yo no soy pesimista, soy realista” radica en un error conceptual de raíz. El error consiste en pensar que el pesimismo es un análisis sobre el mundo, cuando en realidad se trata de la descripción de un estado mental; del propio estado mental del individuo, para ser más concretos. Al igual que el optimismo, el pesimismo aborda la cuestión de como nos enfrentamos al mundo, pero no aborda el problema de la constitución de la realidad en sí misma. En una palabra: el pesimismo habla sobre como nos afecta el mundo, no de cómo es el mundo.

     Por supuesto no soy de los que sostienen que la vida sea una orgía de placer y felicidad, ni nada parecido. Y creo que soy más o menos objetivo si digo que la mayor característica de este mundo es que todo en él es perecedero: nuestros amigos terminarán marchándose, de un modo u otro; la hermosa tarde junto a esa persona especial se acabará (y quizá nunca vuelva a repetirse); algún día envejeceremos, y lo que es todavía más terrible: todos moriremos!! Es más, pasarán los siglos, después los milenios, y por muy extraordinaria y notoria que fuese nuestra vida, llegará el momento en que no quedará ni el más mínimo rastro de nuestro paso por el planeta Tierra, ni un etéreo recuerdo siquiera. Y así será para toda la eternidad.

     Puede que piensen que todo ésto son razones de sobra para ser pesimista, y puede que tengan razón, pero en ningún caso el pesimismo, como decía antes, describe la realidad. Nuestra capacidad de intervenir en el mundo es limitado. Por muy guapo, fuerte, rico y sano que seas siempre te encontrarás con límites que, al menos, te contrariarán. Hay cosas, que por mucho que hagamos, son como son. Nuestra disposición de ánimo frente a esta realidad fatalista es lo que determina que mostremos una actitud pesimista, optimista, escéptica o cualquier otro estado intermedio. Es evidente que todo tiene un final; pero ver en esa verdad cósmica motivo para el pesimismo es, por chocante que parezca, un juicio de valor. Nuestra juventud, el amor, este Donuts de chocolate, la siesta en algún momento terminará; pero también lo hará el periodo de convalecencia, la jornada laboral, la canción del verano y quizá también, quien sabe, la sensación de soledad (también puede que no, pero creer lo uno o lo otro es también un juicio de valor: la expresión de un deseo o un temor).


En una ocasión leí, no sé dónde, tengo muy mala memoria, pero la frase no es mía. Pues eso, leí que un optimista es un pesimista que se ha quedado sin opciones. Me adscribo a esta definición. Qué puedo decir, a mí esa frase de Schopenhauer en la que decía que “la vida es sufrimiento, absurda y la nada anterior a mi nacimiento es igual a la nada posterior a mi muerte”, por alguna razón me resulta tranquilizadora y reconfortante. La clave está, en mi opinión, en que no hay opción. Quizá la existencia sea una condena, como afirmaba Sartre, pero pasarse el resto de la “sentencia” lloriqueando y lamentándose de todo aquello que la vida nos niega, de los éxitos que nuestras limitaciones nos impide alcanzar me parece un esfuerzo completamente estéril. La película de Krzysztof Kieslowski (asumamos otra limitación: no tenemos ni idea de como se pronuncia el nombre del director de cine polaco) Azul, protagonizada por la magistral Juliette Binoche, y que sería la primera de la trilogía Tres Colores, aborda, con una sutiliza metafísica, precisamente esta cuestión. Juliette Binoche interpreta a una inteligente y carismática mujer que un día, de pronto, pierde a su pareja y a su único hijo en un accidente de tráfico. El desarrollo de la película narra la gestión que la protagonista hace de su propio dolor: el sinsentido de lo acontecido, la banalidad de la existencia, más tarde, el disfrute de los pequeños placeres en medio del tormento diario y finalmente la aceptación de un nuevo marco existencial.

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